martes, 28 de julio de 2015

SUEÑOS DE ALGODÓN


La soñadora recordaba a Tomás Olivar, un pintor que sabía atrapar como nadie la luz de la vieja urbe y de los campos de avellanos, olivos y algarrobos que la circundaban. Aquella misma luminosidad era la que había enamorado dos milenios antes a las centurias romanas, que encontraron en Tarraco un clima benigno y el oro del aceite. Almendros de flores blancas y rosadas,  marinas y bodegones pintados al óleo con colores enérgicos caracterizaban la obra de aquel genial artista.
La joven acostumbraba a deambular con deleite por el Paseo Arqueológico, enclavado en lo alto de las imponentes murallas que habían protegido a la ciudad imperial en otros tiempos de sus enemigos. Una estatua colosal del emperador Augusto presidía aquel recinto bañado por una cálida luz de tonalidades doradas.
También se acordaba con cariño del Serrallo, el barrio de pescadores situado en la parte baja de la población. La fragancia de los guisos marineros impregnaba aquel lugar que era celebre por el Romesco, una delicia culinaria consistente en una cazuela de pescado preparado con un sofrito de ajo, avellanas tostadas y unos pimientos rojos  característicos. El perfume del Romesco era una de las joyas que la joven guardaba celosamente en su corazón.


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