La soñadora recordaba a Tomás
Olivar, un pintor que sabía atrapar como nadie la luz de la vieja urbe y de
los campos de avellanos, olivos y algarrobos que la circundaban. Aquella misma luminosidad
era la que había enamorado dos milenios antes a las centurias romanas, que
encontraron en Tarraco un clima benigno y el oro del aceite. Almendros de
flores blancas y rosadas, marinas y
bodegones pintados al óleo con colores enérgicos caracterizaban la obra de
aquel genial artista.
La joven acostumbraba a deambular con deleite por el Paseo Arqueológico, enclavado en lo alto
de las imponentes murallas que habían protegido a la ciudad imperial en otros
tiempos de sus enemigos. Una estatua colosal del emperador Augusto presidía aquel
recinto bañado por una cálida luz de tonalidades doradas.
También se acordaba con cariño del Serrallo, el barrio de
pescadores situado en la parte baja de la población. La fragancia de los guisos
marineros impregnaba aquel lugar que era celebre por el Romesco, una delicia culinaria consistente en una cazuela de
pescado preparado con un sofrito de ajo, avellanas tostadas y unos pimientos rojos
característicos. El perfume del Romesco
era una de las joyas que la joven guardaba celosamente en su corazón.
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