Liturgias
imperfectas es un intento de plasmar en un experimento
literario los mecanismos invisibles que configuran
la fe y sus connotaciones filosóficas. Isinia
y Agnosinia son países separados por
culturas que difieren en más de dos mil años y que conviven por azar en la
insólita isla de Anacroland, iluminada por la luz cenital de un astro llamado
Aedes. Los escenarios de la historia poseen una estética surrealista: La Escalera Helicoidal, la Isla Perdida de Darwin, o el Templo Sagrado de Algalia, réplica
del de Gaudí de Barcelona.
La fábula, impregnada de una
sutil atmósfera mitológica y salpicada de imágenes alegóricas, alcanza su punto
álgido cuando Alesia, que vive un apasionado idilio con el príncipe de los
agnosinios, es acusada de un grave delito contra las leyes sagradas de su
pueblo y condenada a un destierro inaudito. La muchacha abandonará Anacroland, la isla de los anacronismos,
a bordo de un pequeño velero y se dirigirá hacia un destino desconocido.
La presente novela es la inicial
de una tetralogía denominada “Del Tulcis
a Tarraco”. El río Tulcis de los romanos abastecía de agua a la ciudad
imperial de Tarraco hace aproximadamente dos mil años. El agua es fuente de
vida y por eso, tal vez, se creía que era un
don de los dioses. En el relato la protagonista recuerda algunas vivencias,
casi perdidas en su memoria evanescente, de su natal Tarraco y a lo largo del
devenir de esta historia se pueden encontrar pistas de la geografía de la
antigua capital de los césares, como la muralla, el puerto, el Campo de Marte,
o un acueducto misterioso conocido hoy en día como Puente del Diablo.
Mientras Alesia se pasea por
Agnopolis, los poros de su piel se impregnan de olor a salitre, a brea, a
ciudad vieja, a guisos marineros, a humo de velas,…Y sin saber cómo su
subconsciente la devuelve al tiempo nostálgico de su infancia idolatrada, a la
magia inconmensurable de una ciudad mediterránea con raíces romanas y pétreos
monumentos, envuelta por un halo dorado y un pasado glorioso.
Cuando terminé la novela sentí
la necesidad de dejarla leer a mi familia y a alguno de mis mejores amigos, y
sin saber exactamente por qué también pensé en enviarle un ejemplar dedicado al
Papa Benedicto XVI, que hacía poco acababa de renunciar a la Cátedra de San Pedro. Creí que, tal vez,
en aquellos momentos el pontífice tendría un poco más de tiempo de lo que había
sido habitual en su vida en el transcurso de los últimos años y podría echar un
vistazo a mi escrito. Es indudable que en el tema de la doctrina de la fe, el eminente
teólogo, es toda una autoridad.
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