El papa emérito Benedicto XVI dijo de la novela sobre Anacroland de
Francesc Montejo: “La creación de un mundo imaginario en Liturgias imperfectas es un modo de ver la relación entre la fe y
la realidad empíricamente verificable.”
Tras varios años de silencio, la aparición de un manuscrito perdido de Alesia, la heroína de la historia, a modo de cuaderno de bitácora, aporta nuevas luces al enigma.
EL EDÉN DE LA PUREZA EXTREMA
(ESPEJOS DE UN TIEMPO IRREAL)
Me
había quedado dormida sobre la cubierta de la vieja chalupa. Apenas podía
recordar mi nombre, Alesia. No podía contemplar mi joven rostro, algo pálido
ahora, en ningún espejo, pues ninguno viajaba conmigo. Mis cabellos dorados
caían sobre mis hombros, cubiertos por un delgado chal traslucido. Atrás
quedaba el fantástico mundo de Anacroland. El aire era denso y una fina
acuosidad impregnaba la atmósfera. Casi se podía palpar la salinidad del ambiente.
La barca se adentraba lentamente en las aguas innavegables del Mar de las
Tinieblas. Argos, mi fiel perrillo,
estaba tumbado a mis pies. Me lamía los pies con mimo, como queriendo
protegerme de los espíritus impuros que vagaban por aquellos lares.
Navegaba
ligera de equipaje, más en mi memoria, algo desgastada, guardaba recuerdos que
procuraría no perder en la noche de los tiempos. Mi sueño era ligero, como de
algodón de hilar, y se mezclaba con pasajes de realidad y otros de irrealidad.
¿Acaso existe una frontera clara entre esos dos reinos?
Las
palabras de Utar, aún resonaban en mi mente: “En Anacroland en cambio, el
tiempo es lineal, como lo era en tu tierra natal, la Tarraco romana. Los sueños
son como de lluvia fina y se desvanecen al despertarnos. Nuestros científicos
piensan que Anacroland surgió como consecuencia de una fuertísima tormenta magnética que afectó a tu
cerebro mientras dormías. Este tipo de fenómenos ocasionan el cambio de sentido
del spin de los electrones atómicos del cerebro y los sueños quedan atrapados
en un bucle de tiempo, como un insecto en
un fósil. Un corte del país de tus sueños quedó retenido entre dos
civilizaciones virtuales totalmente antagónicas. Isinia, un país de campesinos
y pastores, cuya cronología era anterior a Cristo, quedaba yuxtapuesta a una
civilización que vivía unos dos mil de años más allá, Agnosinia. Y allí estabas
tú soñando todo aquello, con un protagonismo excepcional.”
En
mis delirios oníricos aparecía siempre mi ciudad. Me veía paseando por una
majestuosa avenida poblada de altivas palmeras junto al mar.
“Utar, ¿dónde estás? Por favor, dime algo”,
sollocé amargamente.
Sabía
que aquel castigo, impuesto por los altos mandatarios del pueblo isinio, era
injusto, pero nada podía hacer para evitarlo. Las barbaridades forman parte de
la naturaleza humana, o tal vez de cualquier sistema que sea capaz de pensar
por sí mismo y posea libre albedrio. Estaba dispuesta a seguir adelante. Al fin
y al cabo, nada podía ya perder. ¿Y si reencontrara a Utar en aquel mar
inmenso?
Recordaba
con dulzura lo que había dicho la reina Amara, la madre de mi amado: “En el Mar
de la Tinieblas duerme mi hijo.”
¿Sería
cierta tal afirmación?
Me levanto y dirijo la mirada hacia Agnopolis.
La enorme ciudad reluce en mil chispas que colorean la noche de melancolía.
“Más lejos, he de ir más lejos”, me digo
a mí misma. Mis anhelos son parecidos a los de Ulises cuando se dirigía a la
mítica Ítaca.
Resuenan
en mi alma unos versos legendarios: “La
niebla se desvanece. Los dioses enmudecen ante el inconcebible acontecimiento.
Las cenizas caen sobre los campos de los héroes, como estrellas perdidas, como
luces agónicas en una cronología incierta. El silencio establece su soberanía. El estupor
impide hablar a los necios.”
Rememoro
una aseveración perspicaz: “Somos la
consecuencia de un pasado intrincado. Aprendamos a superar la intolerancia y
las ideologías totalitarias, y perpetuemos la memoria de aquellos que murieron
en vano, víctimas de la infamia.”
La liviana
chalupa será llevada por el soplo de los dioses hacia un destino indeterminado.
Contemplo
la inmensa ciudad de los agnosinios desde la proa frágil, junto a una bandera
blanca y amarilla, que muestra el emblema de un reloj de arena, y que ondea,
indolente, impulsada por la suave brisa. Agnopolis será pronto tan sólo un
punto de luz en la inmensidad lóbrega.
Evoco
unas palabras mesiánicas: “No inmoléis a los devotos de la gracia divina. El
mundo no se rige por dioses vengativos. Naves de fuego surcarán la línea del
horizonte y se perderán en sus entrañas. La realidad será más evidente que la
locura. No entendáis estas palabras como un enigma sin fin. El mensaje del amor
está por encima de las leyes esotéricas del mundo. El viento y el mar se
encalman, como el inocente que acepta sin más un castigo inmerecido. Dejad que
los infaustos hados marquen el rumbo de vuestro velero. La sabiduría subyace en
el desprecio de las debilidades. En verdad, la bondad busca la luz en la
tenebrosidad y cuando está perdida se orienta incluso en medio de la negra
noche.”
Recuerdo
con nostalgia retazos de unas reflexiones conmovedoras: “Existe un momento
mágico en el que alcanzas tal entendimiento de la importancia de las emociones
y de los sentimientos que te quedas sin respiración. La comprensión intuitiva
de las bases cibernéticas de la ética y la moral humanas va más allá de
cualquier connotación de tipo neurológico o religioso.”
Una luz
blanca aviva pálidamente un mar incomprensible. Hay algo impalpable en aquella
luminiscencia irreal, es como una magia escondida. Un tatuaje circular brilla
fugazmente en lo alto de uno de mis espigados brazos. Entonces rescato de mi
memoria cómo fue mi llegada al país de los isinios.
Aprendí
sin demasiadas dificultades la lengua de mi pueblo de adopción, un dialecto del
arameo que se escribía mediante unos símbolos extraños. Asimismo, fui instruida
en el lenguaje de sus vecinos, los agnosinios, basado en el alfabeto árabe. Fui
adoctrinada en la religión isinia,
que veneraba a Nefertiti y a Sekhmet, dioses del Egipto antiguo. En sus
ceremoniales, donde el incienso era tan intenso que casi no dejaba respirar, se
leían textos sagrados del Kaají, el
libro que había recibido de la divinidad su insigne profeta Izael.
En
épocas pretéritas los isinios acostumbraban a ofrecer sacrificios de animales a
sus dioses, en el altar situado en la cámara principal de la Pirámide Dorada o
junto al monolito dedicado al divino Sekhmet, que exhibía una curiosa cabeza de
gato. Corrían rumores que durante la guerra contra los agnosinios incluso se
habían celebrado ofrendas humanas utilizando algunos de los prisioneros.
Los
isinios vivían en tiendas de pieles de animales situadas en las afueras de
Agnopolis y contaban con una serie de monumentos a los que reverenciaban.
Consideraban que eran puentes de unión con el más allá. La Escalera Helicoidal
no se atrevían a pisarla porque les infundía un temor ancestral. El
impresionante Castillo de Fideas estaba abandonado y sus estancias permanecían
cubiertas de una densa capa de moho y polvo.
Tampoco
nadie era capaz de vagar por las orillas del misterioso Lago de Mercurio.
Ciertas leyendas aseguraban que el rio Tulcis, que nacía en el mismo, conducía
a ciudades donde habitaban seres del inframundo.
Los
isinios constituían un pueblo formado por tribus gobernadas por patriarcas.
Eran errantes y vivían de la agricultura y el pastoreo. Los patriarcas
acostumbraban a poseer varias concubinas. No disponían de organización política
ni tampoco enarbolaban bandera ni estandarte alguno.
El Kaají, el gran libro sagrado, prohibía tácitamente a los isinios
mantener relaciones con gentes de otros pueblos. La desobediencia a esta norma
integrista estaba sancionada con graves castigos. Únicamente estaban permitidos
algunos contactos estrictamente comerciales, como los que se realizaban en la
zona situada en los extramuros de Agnosinia. Nadie sabía a ciencia cierta si
estas pautas eran una forma encubierta de racismo o la consecuencia inevitable
de la rivalidad con sus vecinos.
Reviví
el día en que conocí a Izael, el profeta y oráculo del pueblo isinio. Estaba
arrodillado junto a la Pirámide Dorada, orando en silencio bajo la luz cenital
de Aedes. El cielo mostraba unas ligeras gamas anaranjadas y aquel viejo de barba
luenga le aseguró que los dioses estaban furiosos y que algo malo iba a
suceder. Durante los días siguientes no dejó de llover y cientos de personas
murieron ahogadas en las aguas de la colosal tormenta.
En otra ocasión vi a Izael observando cómo la
luz blanca de Aedes entraba por un agujero invisible de una de las caras de la
Pirámide Dorada y se reflejaba sobre el centro geométrico del altar de los
ofrecimientos. El oráculo le reveló que los dioses renovaban periódicamente su
protección hacia su pueblo y que aquel haz de luz divina era la prueba de lo
que decía.
Sin
embargo, no todo era placidez en Isinia. Ulías, un joven apicultor de fuerte
complexión y ojos azules, mantenía en jaque a los defensores de la religión
imperante. Hablaba de un dios todopoderoso, eterno, omnipresente, bueno en lo
bueno e invisible. Su doctrina se basaba en el amor, que según decía era lo
único que daba sentido a la vida.
Unos
cientos de seguidores abrazaron de inmediato el ulianismo, las enseñanzas de aquel iluminado que aseguraba tener
vínculos con el más allá. La nueva religión rechazaba las ofrendas a los dioses
y defendía la práctica ritual de la meditación y la oración.
Anadiel, un joven campesino fue uno de los
primeros discípulos que se unió a la asamblea de fieles de Ulías. Alesia
siempre creyó adivinar un excepcional fulgor en los ojos verdes de aquel
inquieto labrador.
Imelda,
una trovadora excéntrica, recitaba versos sobre el libre albedrío y la
injusticia. Mostraba unos cabellos ensortijados de pronunciadas tonalidades
rojizas y unos ojos claros en los que se reflejaba un espíritu contradictorio.
Cuando la poetisa vio a Alesia le sonrió con aire bondadoso. “¿Qué le habría
originado aquella lamentable enajenación?”, se preguntó la pastora.
“Existe un pasado sin comienzo que renace cada
tarde, como el apetito, la muerte, el sueño y las palabras teñidas de traición”, dijo Imelda con voz temblorosa.
Ulías
acarició su barba mientras sonreía. Luego dijo: “El concepto de Dios da sentido
a la humanidad. La fe es trascendental en nuestras vidas, valida todo lo que
realizamos. El amor se encarga del resto.”
El
apicultor isinio se detuvo, dejando perder su mirada azul en la nada. En
seguida añadió: “El dios invisible del amor velará siempre por vosotros y mi
espíritu inmortal os protegerá cuando flaqueéis. Las oraciones dirigidas al
infinito llegarán al todopoderoso por medio de vuestros labios. Ahora creo que ya
es momento de dejaros. Afuera los soldados aguardan para cumplir con su obligación.”
En una
ocasión Utar me dijo: “La vida individual carece de valor para los agnosinios.
Sólo es un simple eslabón de una larga cadena evolutiva. La vida para su
supervivencia se sustenta en estrategias como la compasión, la ignorancia, la
caridad, el amor, la sensorialidad…Mediante nuestros sentidos captamos
información que nos es muy útil en el día a día. La cantidad de ese elemento
que asimilamos es proporcional al efecto sorpresivo que nos produce. Buscamos,
sin saberlo, los hechos insólitos. Dicho en otras palabras, somos consumidores de improbabilidad.”
Eres el reflejo de mi amor que arde. Estás tan
lejos, pero tan cerca de mí. Busco en ti mi otro yo, mi otra parte. Siento mi
espíritu confuso pensando en ti. Soñadora como tú, pasión oscura, deseando
morir de besos deliciosos. Soy la Diosa de la Dulce Vida y me acompañan tus
esclavos hermosos.
Recordé
un pasaje singular del Kaají: “La diosa se
convierte en fuego. Tal vez ha preferido este atrevido disfraz. Sus enemigos
están derrotados y sin palabras. Su mirada es pura como la luz. Prepara unas
improvisadas ofrendas para apaciguar la ira del destino. Los oráculos le han
prevenido de la fuerza oculta de los vientos del más allá. Ella no quiere morir
ahogada en la cólera y la soberbia de un mundo cruento. Prefiere, acaso, una
vida apacible en un jardín perfumado de naranjos sublimes, donde habitan los
inmortales, junto a papagayos de colores muy bellos.”
Acaso
sin saberlo estoy buscando la isla perdida de la pureza extrema, llena de
parterres de flores maravillosas que adornan unos jardines de ensueño. Se dice
que en ella vive aquella fuerza primigenia que surgió de la nada, como el big
bang, y que la verdad es inmutable en ese santuario inalcanzable. Mis
pensamientos son livianos, como lo es mi alma en ese día lleno de dulzor y acritud.
Dicen
que una neblina dorada lo envuelve todo. Afirman que su presencia provoca la
locura y te da a su vez cordura, toda una contradicción.
No sé quién soy, aunque intuyo que soy lo que recuerdo. Soy eso que guardan
celosamente las neuronas de mi cerebro en uniones de las sinapsis, fortalecidas
por sorprendentes reacciones químicas.
¿Acaso
quarks y electrones son la materia de la que estamos formados? ¿Es ese barro celeste
nuestra estructura elemental?
Si somos
nuestros recuerdos y esos son manipulables por el cerebro, que solo busca
respuestas contundentes y no acepta la ambigüedad, ¿qué somos a fin de cuentas?
¿Muñecos rotos? ¿payasos cósmicos?
El ser
humano posee un exceso de emotividad que procede de la evolución, de ese
interminable proceso que dura millones de años. Lo dijo un arqueólogo de
prestigio. Por otro lado, el problema del ser humano es la existencia del mal.
Ese es el gran problema del homo sapiens moderno. Los animales no conocen la
maldad y son felices. No experimentan angustia existencial.
Las tres
religiones monoteístas más extendidas, cristianismo, judaísmo e islamismo poseen
características comunes. Creen en los patriarcas, los profetas y los líderes
espirituales. Se basan en la fe, esa vasija de barro. Su dios es único y todopoderoso.
Nuestro ulianismo, que eclosionó
abruptamente tras el martirio del hombre de la miel, es un precedente histórico de todas ellas, en el ámbito del Mar de
la Tinieblas, donde está situada la magnificente isla de Anacroland, donde reinan
los anacronismos. Otras religiones más esotéricas, y ciertas corrientes
espirituales ayudan a los humanos a soportar el peso de la incertidumbre
existencial.
Deseo
fervientemente hallar la soñada isla de la neblina dorada, la pequeña isla de Patmos,
con nombre idéntico a la referida por San Juan Evangelista en el Apocalipsis cuando
fue arrebatado por un espíritu superior y oyó una voz fuerte que decía: “Lo que vieres, escríbelo en un libro y
envíalo a las siete iglesias…Cuanto al misterio de las siete estrellas que has
visto en mi diestra y los siete candeleros de oro, las siete estrellas son los
ángeles de las siete iglesias, y los candeleros las siete iglesias.”
Todo
ello está redactado en un lenguaje encriptado y en clave simbólica, pues la
mitología era el instrumento utilizado en la redacción de fábulas
grandilocuentes para explicar las cosmogonías de la existencia del universo y
de todo lo que tenía cabida en el mismo.
Nada debe
ser interpretado al pie de la letra, sino que debe saber leerse entrelíneas, al
igual que hacemos con los hechos cotidianos para alcanzar un cierto grado de
conocimiento. Dice San Juan: “Vi a la
derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por
fuera, sellado con siete sellos…Cuando abrió el séptimo sello, hubo un silencio
en el cielo como por espacio de media hora.”
Igmar Bergman dirigió una película memorable sobre la vida y la muerte, que
tituló el Séptimo Sello, haciéndose
eco de esa cita bíblica. La cinta describe el errático devenir de un cruzado
que regresa de Tierra Santa en una Europa medieval azotada por la peste negra.
El Apocalipsis
acaba con esas palabras: “Yo atestiguo a
todo el que escucha mis palabras de la profecía de ese libro que, si alguno
añade a esas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas descritas en ese libro. Y
si alguno quita de las palabras de ese libro esta profecía, quitará Dios su
parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están escritos en ese
libro. Dice el que testifica esas cosas: Sí, vengo pronto. Amén. Ven, señor
Jesús. La gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén.”
He
recalado en la orilla amarilla de una pequeña playa envuelta en brumas. Un
polvo de oro lo invade todo. Creo que es Patmos… Me adentro en la noche oscura.
Una paz
relajante me embarga. Más allá del bien y del mal habita el espíritu de la
verdad. De una revelación subjetiva que nos llena de tristeza y de alegría.
Captamos solo una parte de la esencia íntima del cosmos: quarks, electrones,
radiaciones electromagnéticas, ondas sonoras, moléculas sensoriales…A fin de
cuentas vemos lo que deseamos ver…tal vez rayos de luz rebotando sobre escudos
atómicos.
Si un
árbol cae en el bosque y no lo ve nadie, ¿hace ruido? Esa pregunta se la hacía
el filósofo irlandés George Berkeley allá por el siglo XVIII…
La
respuesta es rotunda: no. El ruido se crea únicamente en la mente de los seres
vivos. Pero, además, yo me pregunto: ¿Existe el árbol si no hay nadie que lo
observe?
Si
buscáramos con sumo cuidado, tal vez solo encontraríamos partículas elementales
enlazadas entre sí por fuerzas interatómicas con distinta intensidad de enlace.
La
figura del árbol es una convención de nuestra mente, ocupada siempre en poner
etiquetas a todo lo que percibimos: objetos, sensaciones, emociones,
sentimientos…
Apocalipsis, mensaje evangélico contra las diversas encarnaciones del poder
del mal, el poder imperial y el gnosticismo filosófico. Es una dramatización
teológica, en el que el diálogo de ideas es el foco principal de la
interpretación de ese teatro simbólico.
Iglesias,
Cordero, trompetas, libros sagrados, sellos inmemoriales, bestias, reino de
Dios, batallas, juicios, Babilonia, Jerusalén, copas, castigos, recompensas,
lamentaciones, Armagedón, ángeles y demonios, gracia divina…
Estoy
verificando los límites de mi propia periferia. Más allá no existe nada. Me
siento sola en la inmensidad fría. Del cielo caen relámpagos multicolores, una
lava roja que no quema surge de la tierra, dinosaurios prehistóricos aúllan con
lamentos negros, sonidos celestiales impregnan el orbe, huelo a vainilla, a jazmín
y a mar, partículas doradas levitan ante mis ojos como cascadas de agua
incesante, el cielo posee un color violeta que vira hacia un magenta oscuro.
Bebo vino tinto y saboreo el pan de la vida.
La muerte me da la mano. Siento un pálpito inaudito en mi corazón. Soy
consciente de hallarme en el mítico edén
de la pureza extrema. Utar, mi amado, y todos los otros personajes que he
conocido solo son una ilusión de me cerebro. Mis vivencias penden de un hilo,
almacenadas en unas conexiones sinápticas elementales, de una naturaleza muy
frágil.
Observo
a lo lejos la chalupa de velas blancas, enclavada en la lejanía de un horizonte
plateado. Tal vez Patmos esté en el locus
non locus del Maestro Eckhart, filósofo alemán del siglo XIII, el lugar sin lugar, un sitio inexistente
donde los contrarios coexisten y los amantes habitan. O en palabras del
filósofo Amador Vega: “La pobreza o desnudez espiritual es el lugar de
encuentro del alma con Dios, pero como tal lugar se trata de un locus non locus, dado que la meditación
se produce sobre el vacío del alma aniquilada…” Es el análisis lúcido de una hermenéutica imposible de ese portentoso
poeta del excelso.
Has palpado la realidad. No has dejado huellas
en la superficie. Tus yemas no muestran esos delicados surcos casi invisibles
de los hombres y mujeres de antaño. Nubarrones grises de tonos perla se dejan
llevar por vientos tormentosos. La ciudad fría se calienta con las luces sintéticas
que le insuflan una vida casi artificial. En sueños hallarás las respuestas que
buscas. Mis palabras son lava fundida del crisol de la vida. En ellas
encontrarás vestigios divinos del fuego sagrado de la realidad.
Recuerdo
las palabras afables que se me reveló en sueños Lothos, el anciano sacerdote
del faraón Zostar: “La vida es como un
rito. Tras el fastuoso ceremonial de un ritual, tras el trivial mecanicismo
de un gesto, de unas palabras, quizás huecas, se oculta su fuego sagrado, su
razón de ser. La vida no sabemos si obedece al puro azar, pero intuimos
dimensiones mágicas. Éstas permiten que la curiosidad por conocer qué se
esconde más allá de la muerte sea lo que nos mantenga vivos.”
Sé que Isinia y Agnosinia son países
separados por culturas que difieren en más de dos mil años y que conviven por
azar en la insólita isla de Anacroland, iluminada por la luz cenital de un
astro llamado Aedes.
Cuando
apareció nuestro universo las partículas y las antipartículas se aniquilaron
mutuamente…si este proceso hubiese sido totalmente simétrico ahora no
existiríamos. Lo hacemos porque existe una pequeña
asimetría…Tras el big bang se originó de forma neta un nucleón por cada diez metros cúbicos de materia celestial. Y de ahí
nació todo: átomos, estrellas, planetas…y nosotros.
Paradójicamente el
filósofo alemán Markus Gabriel sostiene
que el mundo no existe. Según él el mundo es la suma infinita de todas las
posibilidades y como no podemos vivirlas todos simultáneamente, este ideal de
mundo se esfuma. Añade que el mundo es múltiple en lo infinito. ¡Es inverosímil
esa conclusión sofista!
No puedo olvidar unos bellos pensamientos de
Imhotep, el fantasma que vaga errante por la eternidad: “La probabilidad de la
existencia de un hombre, como ser individual, es tan pequeña que cuando se
produce deberíamos maravillarnos y pensar que se hemos asistido a un hecho
milagroso. ¡Son tantos los que jamás existirán! ¡La muerte no debería
sorprendernos!”
Mi perrillo Argos se ha desvanecido. Espejos
de un tiempo irreal descubren un vacío inmutable, es el retorno al paraíso
perdido, al edén de la pureza extrema.
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