Estoy fascinada con mi hallazgo. A veces las cosas
más increíbles acontecen sin causa aparente. He de confesar que soy escéptica por
naturaleza, más cuando acaricio el cáliz de cuarzo de Iria Flavia me siento como
arrebatada por una magia incontrolable y transportada a un mundo efervescente de belleza inquietante.
Siempre me ha atraído la elucidación de
misterios, tanto los de tipo histórico como los concernientes al ámbito
científico. Tiempo atrás estuve enfrascada en resolver el enigma de un supuesto
código oculto en la Biblia. Tras una ardua labor de investigación pude verificar que en un libro como
el citado, articulado por un numero finito de caracteres, letras y signos de
puntuación, existen a su vez un número infinito de mundos posibles. Era
evidente que vemos lo que deseamos ver, y que una mirada demasiado profunda
distorsiona la imagen de la realidad, y nos impide distinguir las múltiples
reverberaciones de la luz en una
cualquiera de sus caras, o nos oculta el
brillo fugaz de un rayo de sol en alguna de sus aristas. A veces nos hallamos ante puertas que nos conducen a mundos ocultos, como la
puerta lofcraftniana a la que se refería el pintor Antoni Tàpies cuando hablaba de traspasar el umbral
metafórico que surge de una profunda inquietud por encontrar imágenes que
expresen acertadamente unas ideas abstractas. Ese límite intangible, acaso no
lo traspasemos nunca pero sabemos que está allí, esperándonos, como nos espera la muerte, recogida y en
silencio.
De "Preludio de la sabiduría"
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