“No sé quién soy. Posiblemente una ilusión creada por su generosidad”. Con estas palabras, cargadas de emoción, Jorge Luis Borges se dirigió a los asistentes que seguíamos con interés su conferencia en el Paraninfo de la Universidad Central de Barcelona. Era una tarde soleada de abril de 1980. Al finalizar el acto tuve el placer de charlar con Borges y con su colaboradora María Kodama. A continuación he intentado plasmar la visión de la realidad de una de las mentes más brillantes de la literatura y filosofía de todos los tiempos. Hace poco he tenido la ocasión de visitar por vez primera la ciudad de Buenos Aires, encontrando huellas perdidas del genio argentino, en la calle Quintana, en la Librería el Ateneo, en el Café La Biela, en la tumba de Silvina y Victoria Ocampo en el Cementerio de la Recoleta, o en la Fundación Borges.
“Nuestra existencia es un laberinto de bifurcaciones caóticas y aleatorias. Somos nuestra memoria, somos ese quimérico destino de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Así veía Borges la naturaleza frágil de nuestro yo intransferible.
La asombrosa magia del escritor argentino adormece la vulgaridad y exalta la sensibilidad numinosa del lector. Borges consideraba que el lenguaje forma parte de la ficción y por eso es incapaz de transmitirnos un conocimiento adecuado del mundo.
Borges, al introducir elementos filosóficos en sus historias, trasladaba la metafísica al ámbito ficticio que le correspondía. Borges se recreaba escondiendo información subliminal entre líneas, esperando que algún lector perspicaz fuese capaz de descifrarla. En cada nueva lectura de la obra borgeana aparecen siempre nuevos significados, como en la práctica cabalística. La magia de Borges consiste en navegar por esa neblina evanescente en la que la realidad se confunde con la imaginación. ¿Acaso realidad y ficción no son la misma cosa?, se preguntaba Borges inocentemente.
Borges descubría el orbe como artificioso, como un laberinto en el que estamos irremediablemente perdidos. Percibimos la realidad por medio de una serie de mensajes tanto externos como internos. Los primeros proceden de nuestro entorno, mientras que los segundos emanan de nuestro cerebro. El conjunto de las señales recibidas configura nuestra noción de la realidad. ¿Pero podemos estar seguros de que estas percepciones no son ficticias? ¿Existe una realidad objetiva independiente de nuestra apreciación personal?
Borges razonaba que en el presente se alberga nuestro pasado y está prefigurado nuestro porvenir, en una forma de ver las cosas muy einstiana. Borges también pensaba que la realidad era incierta, de que todo es y no es. Borges reflexionaba así: “¿Acaso no vivimos en un espacio ilusorio donde la realidad es incognoscible? Admitamos lo que todos los idealistas saben: el carácter alucinatorio del mundo. Lo hemos soñado misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo.”
Los filtros sensoriales de Borges le llevaban a presentir que el mundo era fingido. Quizás el fantasma de la ceguera en su juventud y la lenta progresión de la enfermedad más tarde alimentaban su forma especial de elucidar el universo. La corteza cerebral, ante la carencia de un sentido se adapta convenientemente para optimizar al máximo su funcionalidad. La plasticidad del cerebro agudiza entonces otras facultades. En el caso de Borges alguna de esas virtudes eran el ingenio, la capacidad de abstracción, la ensoñación y la facilidad para la fabulación de paraísos inventados.
La actividad cerebral origina también un conjunto de elementos virtuales que en ocasiones se confunden con la realidad. El mundo de lo imperceptible y el de lo imaginario a veces se solapan. Todo ello abocaba a Borges a vivir su realidad ingenua como si lo percibido fuese una ilusión. ¿Acaso su inacabable mundo de espejos y laberintos no son el reflejo de su peculiar forma de interpretar la realidad?
Borges discernía perfectamente la naturaleza sustancial del cosmos, real e imaginaria a la vez. No obstante, prefería ignorar este hecho. ¿A qué obedecía este comportamiento provocador? Se puede conjeturar que ante la imposibilidadde responder a ciertas preguntas existencialistas, Borges prefirió reubicar ciertos argumentos filosóficos al terreno siempre más amable de la ficción literaria. Así nació toda una estética borgeana de contemplar el mundo: libros apócrifos, autores inexistentes y lugares remotos jamás visitados.
El universo de Borges se iba poblando progresivamente de entes fantásticos que se escondían tras la prosa fluida y las ensoñaciones poéticas de su autor. Borges al considerar la realidad como un enigma cuya clave definitiva reside en la inteligencia divina reforzaba su creencia de la inaccesibilidad de la realidad. Este escepticismo borgeano está presente de forma inmutable en toda su obra.
La realidad para Borges era un conjunto de elementos donde se conjuraba todo el universo concebible. También tenían cabida en este mundo las quimeras y las intuiciones de lo imperceptible. ¿Es posible evaluar en qué grado estas dimensiones invisibles modifican la naturaleza de la realidad?
En El milagro secreto, Borges juega con la concepción relativista del tiempo en una pirueta intelectual de naturaleza fantástica. En la realidad borgeana convergen infinitas facetas. Allí está concentrada toda la sabiduría y también toda la ignorancia. Este universo paradigmático de Borges ha alcanzado literariamente la categoría de mito y se le conoce universalmente con un nombre casi sagrado: El Aleph.
La ficción, fruto también de nuestra actividad cerebral, está integrada por un conjunto de elementos virtuales que a veces se solapan con la realidad. Borges descifraba el mundo desde una lógica distorsionada que confundía realidad con ficción, proclamando reiteradamente que el universo es engañoso.
En los relatos borgeanos, ficción y realidad se dan la mano. Pierre Menard tenía la ingente tarea de recrear el Quijote sin copiarlo. En la lotería de Babilonia, el azar es el que decide sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos. El jardín de los senderos que se bifurcan presenta el eterno dilema entre la aleatoriedad y el determinismo del universo. Borges teje una casi infinita telaraña de universos paralelos en los que estamos atrapados, incapaces de resistirnos a la magia de sus propuestas cautivadoras.
A Borges le gustaba repetir a sus amigos la siguiente proposición del poeta inglés Samuel Taylor Coleridge: “Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que ha estado ahí, y al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”. Esta actitud borgeana era como un desafío a las leyes físicas del universo, era como un intento desesperado de transgredir el orden establecido de la creación.
La visión ilusoria del mundo de Borges contrasta vivamente con un enfoque más objetivo del mismo, en el que el método científico desempeña una misión trascendente. Esta concepción borgeana de la realidad posee cierta concomitancia con la teoría de las ideas de Platón.
El filósofo irlandés George Berkeley se llegó a cuestionar si un árbol que caía en un bosque y que no era visto por nadie, hacía ruido. Borges no llegó a consumar este tipo de afirmaciones, pero se deleitaba leyendo las estimulantes especulaciones de Berkeley.
La observación de la realidad condujo a Borges por sendas del conocimiento impregnadas de misterio. La búsqueda de la inasible realidad kantiana, supuso para Borges la posibilidad de investigar nuevos enfoques de la percepción. Las intransferibles historias del escritor argentino, su prosa y sus poemas han alcanzado la inmortalidad, algo que curiosamente Borges nunca deseó para si mismo.
Todo lo que se diga de Borges será poco…Siempre alguien explicará una nueva anécdota, como la mujer que me contó en la calle Quintana de Buenos Aires que cada día lo veía pasar, con puntualidad inquebrantable.
Terminaré con un pequeño fragmento de la novela de dos amigos íntimos de Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares “Los que aman, odian”: “Había una extraña calma. Y no sabía cuándo había empezado. Me pregunté si sería el fin de la tormenta o una simple tregua. La luz era verdosa y por momentos lila. No correspondía a ninguna hora.”
A Borges le gustaba recordar las palabras de la reina de Escocia María Estuardo: “En el fin esta mi principio”. Tal vez esa hora perdida en la luminosidad verdosa y lila del relato de Silvina y Adolfo es la que flota evanescente sobre la tumba de Borges en un pequeño cementerio de Ginebra. El tiempo sigue siendo ilusorio.
Fotografías (de arriba a abajo):
1. Retrato de Jorge Luis Borges
2. Una placa con una poesía de Borges en el barrio de La Recoleta.
3. El autor de ese artículo, con su esposa, Borges y Bioy Casares en el Café de la Biela.
4. La librería el Ateneo, frecuentada por Borges, en la calle de Santa Fe en Buenos Aires.